Me miraban con una envidia repugnante, mientras estiraba mi
blusa de seda crema frente al espejo del baño de operativas.
Era el primer día de mi regreso a la agencia, y ya todas se
habían enterado de que él había sido mi novio; incluso parecían intuir que sólo
yo tenia ese poder, ese lugar en su mente que me convertía en ama y señora,
aunque a penas pudiéramos hablarnos desde que los episodios sombríos opacaron
nuestras miradas.
Era extraño pasar por las oficinas, todo era tan gris como
mi alma ahora.
A la hora de almuerzo pasó cerca de mi, estaba caminando del brazo de
ella, y evitó mi mirada en todo el instante que servía mi vaso de agua de la máquina.
Él se fue en un momento que no recuerdo y luego todo vuelve
a ser borroso y confuso, un sabor a sangre inundó mi paladar y luego ella fue
llorando a rogarme que lo salvara. En el espejo vi el uniforme de misión negro que usé aquella
tarde para salir.
Comencé a caminar sin siquiera saber a dónde iba, grandes
pastizales, edificios abandonados, y árboles aislados componían al paisaje que
poco a poco comenzaba a marchitarse en el ocaso. No recuerdo cuántas horas deambulé ni cómo se nubló en la oscuridad. La lluvia dificultaba mis pasos en el
pasto resbaloso, pero la noche me ayudó a ocultarme cuando por fin visualicé la
cabaña. Tuve la impresión de verlo sentado en los sillones de ese living, como si fuera plena
luz del día y todo a su costada fuera luz entrando por el ventanal, supe en ese instante que mi amiga del alma lo sabia y por alguna razón
nadie quiso decirme.
Cuando entré a la cabaña estaba todo vacío y saqueado, lleno de polvo,
cenizas y abandono. La primera lágrima en contra de mi juramento se derramá en
medio de la angustia.
Corrí toda la maldita noche, sin cansarme ni entumecerme, hasta que llegué tarde,
tarde a encontrarlo en aquella vereda universitaria, los autos estaban
estacionados por todos lados y a penas salían por un borde sus pies envueltos en formidables botas de cuero.
No sé qué tan herido estaba, solo sé que tenía
sangre, y sus ojos estaban desvanecidos, como su cuerpo. Lo sacudí bruscamente con mis
brazos para que se moviera, para que reaccionara, hiciera algo, al menos me hablara,
podría haberle dicho cuánto lo adoraba, podría haberle dicho que me perdonara, que como siempre había llegado tarde... Pero no había nada, todo
estaba deshecho.
Y así termino mi tarde, con su cuerpo muerto en mis brazos y
el siguiente ocaso derramándose en la ciudad.
Nikita y Michael Samuelle antes de salir de misión, imagen de la serie "La Femme Nikita", de Warner Bros. |
Milza López
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