Juan Carlos ha muerto
sin alas ni amapolas,
Juan Carlos ha muerto
sin cruces ni tormentas.
Pero no descansa en paz,
la ansiedad le toma
y le mece en la cuna sin
libertad;
él baila cadenciosamente
entre las filas bohemias
del amanecer nocturno,
allá, en el país de las
cadenas
bajo la luna del caos,
cae su lágrima de óxido junto
a la condena.
¿Quién está junto a él
al borde del ocaso,
tomando el control
de los días de blanco?
Sí, es ella, María,
la bruja del oriente,
el ángel caído,
la estrella herida
que sangra y envenena entre
los hombres perdidos.
Y él se ha aferrado a ella,
buscando salida al laberinto
de pesadillas; las huellas
de su pasado interrogan sus
ojos con el himno
de aquellas que le han amado
como corriente de esteros
contra el huracán.
Alguien tenía que morir…
Como furia infinita
de ríos liberados,
como volcanes que musitan
que el fin ha comenzado,
como nubes que suplican
partir al desierto no
abrazado
(para hacerlo florecer),
como voces torcidas
en el centro del tornado…
Él intentó escapar.
Pero Juan Carlos está muerto,
ya no sonríe a mis espaldas
ni respira en mi piel,
ya no frecuenta mis cartas
ni llora sobre el papel
de sus amenazas.
Ya no grita mi nombre
por los pasillos de la
lluvia,
ya no juega con mi perfume
ni con la sangre que
desciende de la bruma.
Porque a Juan Carlos se lo
tragó el tiempo
que vio que no cumplió la
promesa del ayer,
porque Juan Carlos está
muerto
y yo lo maté…
Judith cortando la cabeza de Holofernes, Michelangelo Caravaggio. |
Milza López,
extraído de "La flecha envenenada y otros textos", 2007.
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